Sin pensarlo encontré un libro destinado a ser tirado, porque el tiempo y la humedad se habían encargado de deteriorar su cuerpo (Empaste) pero su alma de 616 páginas casi ilegibles NO. En la contratapa el nombre de su autor Jorge Cornejo Bouroncle 1949.
Escribe documentadamente desde el año 1532, en el que se produce la alta traición en Cajamarca capitaneado por Francisco Pizarro. El contenido de este libro no es indiferente ni trivial como solía calificar GOETHE; su lectura hace vivir tiempos tristes como ésta parte de la carta que escribe José Gabriel Túpac Amaru (5 de marzo 1781 desde Tinta) “SENOR CASTIGUEMEA MI SOLO, COMO A CULPADO, Y NO PAGUEN INOCENTES POR MI CAUSA”.
Como la historia es un mundo no podemos abandonar el mundo de los libros, que nos permite entrar en el quebradizo mundo de la historia como dice CICERON y con la lectura comprendamos al pueblo que durante más de tres siglos ha convivido y conocido el poder de la fuerza en sus espaldas golpeadas. Por eso la historia del Perú no se olvida por siempre, ni es posible detenerse a pensar en él comienzo a relatar lo que dice el autor del libro.
Los indígenas durante el coloniaje sufrían las prácticas abusivas, los escándalos, y la tiranía más insoportable de los corregidores. Tres siglos de noches y sangre, de dolores y miseria había herido el alma india. Los corregidores y los Curas consideraban a los indios, por poco menos como bestias de carga y como instrumentos de rápido e inmoral aumento de fortuna.
Esto comenzó con la conquista y, dio emponzoñados frutos de odio y violencia. Así nos demuestra la historia entera del coloniaje, cuyas páginas están una a una salpicadas de sangre, de gente desventurada que no cometió ningún delito si no la simplicidad, ni más motivos que el de una ignorancia natural.
Paralelo a que los corregidores extorsionaban con el “repartimiento, cobranza de tributos, la mita en las minas” y otros castigos infames, lo que para ellos la ignominia mayor era ver sufrir a un hombre. A esto hay que añadir las extorsiones que sufrían de los CURAS, que dirigían todos sus esfuerzos como los corregidores a formar caudales, y al efecto valíanse de mil medios para arrancar a los indígenas, lo poco que escapaba de las garras del corregidor.
Uno de los más productivos era el establecimiento de “hermandades”, cada Santo tenía su hermandad, y como los santos eran innumerables las cofradías eran innumerables. A la festividad del Santo contribuían los miembros de la hermandad estando obligados los mayordomos, a reunir cuatro pesos y medio por la misa cantada, otro por la cera y el incienso. Concluida la ceremonia religiosa y satisfecha de juntar el dinero, los mayordomos hacían regalos al cura de dos o más docenas de gallinas, pollos, huevos, carne, etc. De manera cuando llegaba el fin del Santo, el cura arrasaba todo lo que el indio haya podido juntar en dinero en todo el año, y las aves y animales criados en sus chozas.
Además de las hermandades los curas tenían como fuente de recursos “El mes de los finados” durante el cual estaba establecido que, los indios lleven todos los días a la iglesia sus ofrendad que consistían en las mismas especies que en las fiestas de un Santo, De aquí que fueren pingues las ganancias o rentas de casi todos los curatos, el precio de cada cual de cotizaba públicamente. Añádase a esto que el cura por lo general en público amancebaba, y sumancebaba hacía con las indias, lo que con los indios el cura. La manceba que, es conocida como tal y sin causar novedad en el pueblo por ser tan común con todos, toma a su disposición indias y cholas formando un obraje de todo el pueblo. Da unas tareas de lana o algodón para que hilen, a otras tareas de telar y a las más viejas e inútiles, les repartían gallinas con la obligación de que, dentro del término regular, le entreguen por cada una, diez o doce pollitos, a cargo su mantenimiento, y si se mueren recompensarlos con otros.
Por último, los días de precepto trabajaban en la chacra del cura, y para ello había que asistir algún indio con sus bueyes y los que no tenían con su persona; ellos hacían las siembras, escarbaban y cosechaban sin otro costo alguno. Y como si esto no fuera mucha tiranía todavía la hacían más insoportables con los indios muertos, negándoles darles sepultura mientras no recibían la limosna, dejando a los cadáveres expuestos en los caminos, presas de perros o de buitres.
Del desorden de los curas y las extorciones de los corregidores, resultaba para los pobres indios un estado de miseria y desesperación que explica perfectamente las sublevaciones que de vez en cuando realizaban en provincias lejanas, sin más resultado que reagravar los males y desdichas. Si los abusos y las extorsiones de los corregidores eran tan crueles y numerosos no lo eran menos de los curas que practicaban con sus rudos y desgraciados feligreses. Los curas hacían a un lado el arancel de los derechos parroquiales obernándose para la cobranza por el arbitrio y cómputo de los bienes de los que morían.
Respecto del bautismo; no bautizaban si no pagaban derechos onerosos que cobraban. De eso resultaba que muchísimos indios no presentaban a sus hijos para ser bautizados, porque no podrían pagar el precio de la ceremonia; como esta abstención redundaba mal en el bolsillo de los curas, por la disminución del lucro, nombraban sacerdotes indios llamados “Fiscales de puna” con residencia fija, para apuntar y contar cuantos nacían y cuentos morían en las punas y serranías. Este servía fielmente a los fines del cura; conforme a estas cuentas el cura en su visita anual exigía los derechos del bautismo y entierros que no se habrán hecho; operació
n más cruel que puede intentar la tiranía.
A estos fiscales de puna se les preguntaba ¿Cómo administraban el bautismo? Contestaban que, rezaba el credo y les echaba agua a las criaturas y para contar a los muertos dejaban una mano o un pie descubierto en la sepultura y, por esa señal el cura cobraba los entierros.
Tratándose de matrimonios debían ser mayor las extorsiones. Los curas no permitían que los indios e indias pasasen de los catorce años, obligándoles a casarse para recoger el pago que principiaba por las proclamas, ocho pesos, por arras otros pesos, ofrecimiento y cercas ocho pesos. Los mismos curas acostumbraban elegir mujer a cada indiezuelo a fuerza y engaño; de esto resultaba que el hombre se separaba tan luego concluía la ceremonia o se alejaba a vivir en otra comunidad. Los curas jercitaban la codicia cuando se trataba de entierros.
Desde que llegan a saber la enfermedad de cualquier indio, procuran indagar los bienes que tiene y los inducen a que dejen alguna o mayor parte de ellos para el entierro que costaba 500 hasta 1000 pesos, sin considerar los derechos de cruz, capas posas, etc. Y cuando la viuda hijos o parientes del que muere no allanaban este pago, hacían embargar sus bienes del indio y para lucrar mejor este conocido robo abultaba la pompa funeral, que nunca pidieron ni pretendieron los dolientes.
Los ingeniosos curas habían inventado además del entierro la multiplicación de funciones fúnebres a título de honras, funciones que forzosamente debían costear los herederos y parientes de los difuntos. Una de ellas era el Novenario que denominaban “OCCOHAYA” que es el recién enterrado; la segunda a los seis meses que llamaban “FRESCOHAYA” cadáver tierno y la tercera, al año con el nombre de “CHAQUIHAYA” muerto seco; en cada ocasión llevaban los pagos respectivos y todavía cobraban la cuarta función con la denominación de “CACHARPARI” o despedida.
Hubo un cura que mandó hacer tres mesas, la una dorada, la otra plateada y la tercera llana a la vez que tres cruces, la primera adornada de terciopelo, la segunda de tafetán y la tercera de badana; luego hizo comprender a los indios que la primera clase de mesa y cruz daba honra y felicidad en esta y en la otra vida, y naturalmente costaba un valor y precio excesivo; la segunda mesa y cruz con tafetán valía algo menos, la última clase exponía a la perdición eterna y al infierno. Era natural que los indios en su sencillez escogiesen según sus medios, la primera o la segunda.
Otro cura ideó hacer la sepultura en figura de poso, para enterrar al difunto de cabeza para que no saliera el alma y fuese a los infiernos. Esto se evitaría cambiando de posesión del cadáver previo pago de quinientos pesos por los herederos del finado.
Al lado de estos abusos los curas establecieron otras formas de explotación, fruto de su ingenio como celebraciones de fiestas semireligiosas y semimundanas, llevando en procesiones el “pendón o guion” que costaba al favorecido, desde doce hasta cincuenta pesos que para los curas era fuente de acopio y ganancias ilícitas.
En resumen, era el indio víctima de los poderes absolutos de cada localidad, el corregidor y el cura. El indio era explotado desde su cuna hasta el sepulcro en provecho de los mandones desde el mismo momento que se consumó la conquista; el indio se veía condenado sin esperanza a una existencia de perpetuo sufrimiento, para la esposa, para sus hijos, para los hijos de los hijos que sufrieron el tormento del obraje, la mita etc. y todas exacciones de los corregidores y los curas.
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