Escribe: Aníbal Arredondo
Cuando me siento a escribir, lo primero que hago es pensar, y luego pienso un poco más. Las palabras no llegan de golpe, sino que me rodean como zorzales al amanecer, hasta que, de repente, una idea se posa en mi mente. ¿Qué quiero contar? ¿A quién le estoy escribiendo? Hace un tiempo, escuchaba a Chabuca Granda, y aunque mis dedos ya no responden como antes a las órdenes de la guitarra, la música mi música sigue siendo lo más sagrado en mi vida diaria.
Escuchar a Chabuca me transporta, como si me tomara de la mano, a esos días en que mi madre hablaba de su nacimiento. En su voz había una especie de solemnidad al contar la historia, como si lo que iba a narrar no fuera la biografía de una cantante, sino el origen de una deidad de la canción.
Chabuca Granda nació en un rincón alto y dorado del Perú: Cotabambas, en la mina de Cochasayhuas, un 3 de septiembre de 1920, cuando el cielo, quiero imaginar estaba lleno de estrellas como lentejuelas en una pollera negra. Ese día, la tierra, que en ese lugar daba oro, también trajo al mundo a una niña destinada a brillar más que todo el mineral extraído por generaciones.
Cotabambas fue provincia mucho antes de que muchos la notaran, desde los inicios de la República, y ya en 1873 pertenecía al departamento de Apurímac. Allí, entre montañas que conversan con el viento y ríos que susurran en quechua, se encontraba Cochasayhuas, una mina de oro administrada por una compañía americana, pero gestionada por el ingeniero Eduardo Antonio Granda y San Bartolomé, quien llegó con su esposa Isabel Susana Larco Ferrari a ese rincón remoto del mundo.
Y como sucede con las historias verdaderamente hermosas, entre vetas de oro y el sudor de los mineros, nació Isabel María Granda y Larco, la niña que se convertiría en Chabuca. No creo que haya llegado al mundo en una noche cualquiera, sino en una donde el cielo brillaba con la intensidad de las alturas, y el frío helado de la madrugada daba paso a un sol ardiente que lo iluminaba todo.
Esa niña me gusta imaginar aprendió a hablar con el viento, a mirar con la profundidad de los cóndores, y a sentir el temblor de la tierra como si fuera un ritmo secreto. Creció rodeada de mujeres quechuas que no solo le enseñaron palabras, sino también maneras de ver el mundo. Se desarrolló entre cuentos y canciones, bajo lluvias intensas y cielos tan despejados que uno podía lavarse la cara con las estrellas.
Años después, Lima le revelaría otro tipo de grandeza: palacetes, largas veredas, el aroma a jazmín y balcones coloniales. Pero Chabuca, con el corazón forjado en las alturas, nunca olvidó de dónde venía. Por eso lo proclamaba, por eso lo escribía. Decía, con ese acento suave como un vals:
"Allí nací
Entre vetas de oro, amor y sacrificio
He visto la luz muy cerca del sol de los incas
Soy hermana de los cóndores
Nací en tan alto que solía lavarme la cara con las estrellas..."
No exageraba. Ella tenía una visión única de su país, como si lo observara desde una distancia mística que solo los verdaderos poetas poseen.
Chabuca fue más que una letrista, más que una compositora. Fue una alquimista de la palabra, una cantautora de los barrios limeños, una embajadora de la peruanidad. Su guitarra no era solo un instrumento, era un corazón latiendo de madera. Por sus venas no corría sangre, sino valses, marineras y festejos. Todo lo que tocaba brillaba, como si llevara vetas de oro en el alma.
“La flor de la canela” se convirtió en un himno, en un pasaporte, en una carta de amor a Lima. Grandes voces como Julio Iglesias, María Dolores Pradera, Joaquín Sabina y Eva Ayllón la versionaron. Su eco llegó a España, Argentina y Cuba. Y hoy sigue viva en la voz de Juan Diego Flórez, Susana Baca y tantas otras almas que le prestan su garganta al espíritu de Chabuca.
Porque Chabuca no ha muerto. Ella sigue viva, galopando junto a José Antonio por la Alameda de los Descalzos, rodeada de flores de Amancaes y faroles de gas. Nos canta desde el más allá, como si el cielo tuviera su propia peña criolla.
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